Al salir de casa, el portero me
pregunta si esta noche me toca “trabajar” y me dedica una sonrisa cómplice, asiento
con la cabeza, y mientras subo al auto disfruto de solo tener que llevar una
laptop y un pequeño controlador o a veces solo un pen-drive, fueron muchos años
de guitarrista cargando equipos, instrumentos y montañas de cables.
Ser Dj además de cambiarme
algunas concepciones sobre la música, me regala una extraña relación entre
horarios y actividades… ordené la heladera a las dos de la mañana, mientras
buscaba dos pomelos para exprimir, los cítricos son recomendables para las
noches largas.
Y fue larga la noche de viernes,
e intensa, con una pista en movimiento desde antes que yo empezara y eso
facilita mucho las cosas. Buen audio en el lugar, me sentí cómodo en la cabina,
la gente bailó. Yo también.
Llego a casa con el sol
bastante arriba. Tengo que trabajar de analista de sistemas dentro de un par de
horas, tirarme a dormir me tienta pero ahora estoy desvelado, seguiré de largo
y dormiré a la tarde. La oficina solo será hasta mediodía.
Cuando voy a escuchar música
solo como espectador, me suelen atravesar varios viajes internos, el día, la
música, la filosofía, la gente, los deseos, el tren, la comida, la vida, los
afectos.
Cuando voy a poner música, no
hay mucho margen para pensar mas allá de ella, y todas las demás cosas empiezan
a aparecer después.
Miro mi guitarra colgada en una
de las paredes del estudio, el reflejo de sol me hace descubrirle un poco de
tierra. Será como decía un difunto rockero con alma de mecánico: ya no toco la
guitarra, ahora toco botones.
Y allá voy tratando de empezar
por el principio.
El siglo XX llegaba a su última
curva, la música como tantas otras expresiones también mostraba señales de que
algo debía pasar.
El rock ha sido uno de los
grandes fenómenos que influenciaron los oídos y las actitudes de varias
generaciones. Aire nuevo y gritos de libertad. Pero la segunda mitad de la
década del noventa mostraba un cierto vacío, el rock ya convertido en parte del
establishment evidenciaba signos de pereza, repleto de actitudes y síntomas a
los que el propio rock se enfrentaba en sus raíces. Tengo la impresión de que
los grandes héroes, que nos miran desde sus caras estampadas en las remeras de
las tribus rockeras, si hoy fueran jóvenes con ganas de hacer música, no harían
rock. Hendrix no se colgaría una guitarra para hacer lo que otros hacen desde
hace 5 décadas. Morrison no cantaría canciones con formato de
estrofa/estribillo como indican los cancioneros desde hace 40 años. Ellos hicieron
algo porque querían que algo cambie, seguir haciendo rock en el presente, es
hacer lo contrario, es resignarse a lo establecido.
Durante esos últimos años del
milenio anterior, en Buenos Aires empezamos a tener noticias de que algo estaba
sucediendo con la música en Londres y en algunos otros puntos europeos
caracterizados por marcar tendencias. Estaba vinculado con la música de
discotecas de los ‘70 y ’80 pero con una vuelta de tuerca en cuanto al contexto
y al impacto social.
Los jóvenes se juntaban a
bailar en lugares extraños y a veces con cierto aire de misterio... fábricas
abandonadas o espacios verdes alejados del centro de la ciudad. Eran como
pequeños conciertos con el ánimo de Woodstocks, pero sin escenarios y sin
guitarras, solo pinchadiscos o músicos que utilizaban máquinas y samplers como
herramientas, poniendo música para que la gente bailara.
Empezaron a gestarse también en
Buenos Aires algunos rincones con esas características, y un nuevo código que
ignoraba diferencias estéticas, prejuicios raciales o sexuales; el requisito
imprescindible: divertirse disfrutando de las libertades individuales respetando
a los demás. Tan básico como degradado en otros ámbitos.
Una noche muy fría, tal vez del
año 99 -¡que fuerte me suena contar historias del siglo pasado en las que yo
participo!-, llegué con una amiga a un sótano de la avenida Córdoba, cerca de
200 personas bailando, hacía calor allí abajo. Miré a los costados, solo una
barra, no había guardarropas, dejamos los abrigos y su cartera en un rincón, y
nos fuimos bailar.
Al salir varias horas después,
sentimos que algo distinto estaba latiendo, no solo por la experiencia hipnótica
de bailar varias horas casi sin darnos cuenta, sino por habernos olvidado
nuestras pertenencias en aquél rincón, y al volver por ellas, las cosas estaban
ahí, intactas. No es un detalle menor, al menos en el mencionado sur del mundo.
No hacían falta las fuerzas de
seguridad, no hacía falta un portero que decida qué ropa era la adecuada, solo
hacía falta adaptarse al básico y valioso código de convivencia. La música como
principal protagonista de un juego colectivo, que propone no hablar demasiado,
bailar, y regalar un buen gesto a quien se cruce por delante.
Hablo en pasado porque, como
casi todo, el paso del tiempo deja huellas y las impurezas van ganando lugar…
ya las cosas no son como eran, hoy podemos encontrar música electrónica en
muchos sitios, pero no en todos se puede respirar ese aire distendido, aunque todavía
quedan lugares donde sigue sucediendo.
Lo que vino después fue el
interés personal como músico, de empezar a hacer lo que me estaba gustando
escuchar. Que por supuesto no era solo por diversión o como un gesto social…
había música sonando, pues entonces decidí que me atraviese. No solo desde los
oídos sino también desde la construcción. Y paulatinamente me zambullí, encontrando
muchas porquerías, pero también descubriendo muchas cosas de verdadera calidad.
Antes componía canciones contando
historias en tres minutos, con letras y acordes. Desde que la electrónica se
incorporó a mi música, me resulta divertido contar historias que se desarrollan
en varias horas de sesión, manejando la velocidad y la intensidad de una
fiesta, y encima con gente bailando.
Analógicos y digitales se tiran de
los pelos. Discusiones encarnizadas, de etiquetas y formatos, músicos versus
dj’s, “old schools” contra novatos informatizados. Me río de las peleas, mi
naturaleza me hace jugar para todos los bandos. Los viejos vinilos con olor a
humedad y la magia de acariciarlos acompañando su giro infinito; los oídos
abiertos sin perder sorpresa, ante el poder de la web que me permite, a solo un
click, tener TODAS las producciones de TODOS los sellos del planeta.
En la cabina de Dj puedo reunirme
con todo lo musical que me compone. Desde las clases de canto y la teoría en el
conservatorio, hasta los emuladores midi y el house o el techno minimalista que
hoy me conmueve.
Tuve banda durante muchos años,
canté muchas canciones, propias y ajenas, ensayaba en la semana e iba con mi lista
de temas, muchos antros, algunos bellos lugares, siempre el corazón, y no
desmerezco esa disfrutable sensación. Pero aunque siempre hay margen para lo
inesperado, ¿cuantas canciones llevaría ensayadas? ¿cuántas podría improvisar? ¿10,
20, 50?
Hoy salí de casa sin saber lo
que haría al momento de comenzar mi propuesta. Al subir a la cabina, mientras
me enchufaba y miraba qué tipo de caras estaban bailando, el proceso de inicio
del software que utilizo me informa la cantidad de música disponible en mis carpetas:
4564 tracks dispuestos a que yo los pinche. Eso me permite una potencialidad
evidentemente mas amplia, cada noche es distinta, cada sesión es una
experiencia claramente diferente.
Ya entrada la segunda década
del siglo XXI podemos decir que la música electrónica, y el movimiento que la
acompaña, ha pasado por varias etapas… desde la novedad y la rareza de sus
comienzos, el concepto minoritario y vanguardista se fue convirtiendo en un
producto masivo, expandiendo sus espacios a todo el mundo. Pasada la etapa de
expansión, el presente muestra una reducción en el consumo masivo de
electrónica; la movida parece haber alcanzado un cierto grado de madurez, como
si el hecho de que ya no sea novedad, haya filtrado asistentes que solo acudían
impulsados por una moda pasajera. Los espacios son mas estables en cuanto al
perfil de música que proponen, y la gente asiste eligiendo en base a gustos y
afinidades con los diferentes estilos.
Londres sigue siendo un punto
de clásicos, y Berlín, como sucede en casi todas las cuestiones del arte de las
últimas décadas, es vertiente de talentosa sangre joven y un sonido innovador.
En la capital alemana, las
sesiones diurnas suelen ser las más importantes, pero vivo en Buenos Aires, y
los sábados por la mañana a veces simulo ser oficinista. Volveré directo a
dormir, pero no demasiado, la tarde de sol merece oídos al aire libre.
FAB
/ taller de periodismo cultural, Revista Orsai, Bs As, 2013/
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