Ayaka se levantó apurada, porque no había sonado su despertador, iniciar
el día con prisa le molestaba un poco, rompía su equilibrio oriental, pero la sonrisa no se le borró de su cara, había tenido una hermosa noche con su
marido, luego de varias semanas de desaciertos cotidianos y discusiones
familiares. La guerra ya era parte de su vida diaria, pero el impactante suceso
de Hiroshima de hace tres días, los había dejado en shock. Se abrazaron fuerte anoche
antes de cenar, y en pocos gestos entendieron algunas cosas de las que no se
explican con palabras.
Las niñas dormían, Ayaka desayunó más rápido que de costumbre y salió
camino a su trabajo. Su marido había salido más temprano, pero se había movido
por la casa con sigiloso silencio japonés, para no despertar a ninguna de las
mujeres de su hogar. Hatsu, la hija mayor, un rato después se fue a la escuela,
pero antes despertó a Humiya, la menor. Juntas bebieron algo caliente, con pan
y mermelada de frutas. Humiya se quedaba algunas horas sola en casa y esperaba
a su madre que puntualmente llegaba a mediodía para hacerle el almuerzo, luego
de pasar a hacer compras por el mercado de frutos de Nagasaki, a pocas calles
de su casa.
A las 11:00 AM, el día estaba nublado, y el rumor de la calle era el
habitual, la niña se entretenía mirando pasar bicicletas, entre las hojas muy
verdes del árbol que cubría parte de su ventana.
A las 11:02, un sonido extraño la asustó. Instintivamente cerró los ojos,
se agachó en cuclillas junto a la pared, a un costado de la ventana, y se tapó
la cara con las manos.
El sonido fue más que todo lo que había escuchado en sus 5 años de vida. Al
quitarse las manos de la cara, y sacudirse los vidrios de la cabeza, miró
nuevamente por la ventana que ya no estaba. Y el árbol que la cubría tampoco.
Tampoco las bicicletas de la calle.
Se quedó en casa en silencio y casi inmóvil.
Ayaka no regresó a mediodía.
Hatsu y su padre tampoco lo hicieron por la tarde.
-09 de
agosto de 1945-.
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